«Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he
anunciado» (Jn 15,3).
Después
de la última cena con los apóstoles, Jesús sale del Cenáculo y se encamina al
Monte de los Olivos. Lo acompañan los Once: Judas Iscariote ya se ha ido, y
pronto lo traicionará.
Es
un momento dramático y solemne. Jesús pronuncia un largo discurso de despedida:
quiere decir cosas importantes a los suyos, entregarles palabras que no
olviden.
Sus
apóstoles son judíos, conocen las Escrituras, y a ellos les recuerda una imagen
muy familiar: la planta de la vid, que en los textos sagrados representa al pueblo
hebreo, objeto de preocupación de Dios como su labrador atento y experto. Ahora
el propio Jesús (cf. Jn 15, 1-2) habla de sí mismo como vid que transmite la
savia vital del amor del Padre a sus discípulos. Y ellos deben preocuparse
sobre todo de permanecer unidos a Él.
«Vosotros estáis ya limpios gracias a
la Palabra que os he anunciado».
Un
modo de permanecer unidos a Jesús es acoger su Palabra. Esta permite a Dios
entrar en nuestro corazón para «purificarlo», es decir, limpiarlo del egoísmo y
hacerlo apto para dar frutos abundantes y de calidad.
El
Padre nos ama y sabe mejor que nosotros qué nos hace ligeros y libres para
caminar sin el peso inútil de nuestros apegos, de juicios negativos, del buscar
con afán nuestro interés, de hacernos la ilusión de tener todo y a todos bajo
control. En nuestro corazón también hay aspiraciones y proyectos positivos,
pero que podrían ocupar el lugar de Dios y hacernos perder el arrojo generoso
de la vida evangélica. Por ello Él interviene en nuestra vida a través de las
circunstancias y permite a veces experiencias dolorosas, tras las cuales se
esconde siempre su mirada de amor.
Y
el fruto sabroso que el Evangelio promete a quienes se dejan escamondar por el
amor de Dios es la plenitud de la alegría. Una alegría especial que florece
también entre lágrimas desborda del corazón e inunda el terreno circundante. Es
un pequeño anticipo de la resurrección.
«Vosotros estáis ya limpios gracias a la
Palabra que os he anunciado».
Vivir
la Palabra nos hace salir de nosotros mismos e ir con amor al encuentro de los
hermanos, comenzando por los más cercanos: en nuestras ciudades, en la familia,
en el entorno en que vivimos. Es una amistad que se transforma en una red de
relaciones positivas y que tiende a hacer realidad el mandamiento del amor
recíproco, que construye la fraternidad.
Meditando
en esta frase del Evangelio, escribe Chiara Lubich: «Entonces, ¿cómo vivir para
merecer también nosotros el elogio de Jesús? Poniendo en práctica cada Palabra
de Dios, nutriéndonos de ella a cada instante, haciendo de nuestra existencia
una obra de reevangelización continua. Para llegar a tener los mismos
pensamientos y sentimientos de Jesús, para revivirlo en el mundo, para mostrar,
a una sociedad atrapada con frecuencia en el mal y en el pecado, la divina
pureza, la transparencia que da el Evangelio.
»Además,
durante este mes, si es posible (si los demás comparten nuestras intenciones),
procuremos poner en práctica en particular esa palabra que expresa el
mandamiento del amor recíproco. Pues para el evangelista Juan [...] hay un
vínculo entre la Palabra de Cristo y el mandamiento nuevo. Según él, en el amor
recíproco es donde se vive la palabra con sus efectos de purificación, de
santidad, de impecabilidad, de fruto, de cercanía con Dios. El individuo
aislado es incapaz de resistirse largo tiempo a las incitaciones del mundo, y
en cambio en el amor mutuo encuentra el ambiente sano capaz de proteger su
existencia cristiana auténtica».
LETIZIA
MAGRI
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