«Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»
(Mt 5, 7).
En el Evangelio de Mateo, el
discurso de la montaña va tras el inicio de la vida pública de Jesús. La
montaña se considera el símbolo de un nuevo monte Sinaí, en el que Cristo
ofrece su «ley» como nuevo Moisés. El capítulo anterior habla de grandes masas
que comenzaron a seguir a Jesús y a las cuales Él dirigía sus enseñanzas. En
cambio, este discurso lo dirige Jesús a sus discípulos, a la comunidad
naciente, a los que más tarde serían llamados cristianos. Jesús presenta el
«reino de los cielos», núcleo central de su predicación (cf. Mt 4,23; 5, 19-20);
y, dentro de este, las bienaventuranzas representan su manifiesto programático,
el mensaje de la salvación, una «síntesis de toda la Buena Nueva, que es la
revelación del amor salvífico de Dios»[1].
«Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»
¿Qué es la misericordia?
¿Quiénes son los misericordiosos? La frase comienza por la palabra
«bienaventurado/s»[2],
que significa feliz, afortunado, y adquiere también el sentido de ser bendecido
por Dios. En el texto, entre las nueve bienaventuranzas, esta se encuentra en
el lugar central. Las bienaventuranzas no pretenden representar comportamientos
que son objeto de premio, sino auténticas oportunidades para ser un poco más
parecidos a Dios. En particular, los misericordiosos son aquellos que tienen el
corazón lleno de amor a Él y a los hermanos, un amor concreto que se inclina
hacia los últimos, los olvidados, los pobres, hacia quienes necesitan este amor
desinteresado; de hecho Misericordia es uno de los atributos de Dios[3]:
Jesús mismo es misericordia.
«Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»
Las bienaventuranzas
transforman y revolucionan los principios más comunes de nuestro modo de
pensar. No son simples palabras de consuelo, sino que tienen el poder de
cambiar el corazón, tienen la capacidad de crear una nueva humanidad, hacen
eficaz el anuncio de la Palabra. Es necesario vivir la bienaventuranza de la
misericordia también con nosotros mismos, reconocernos necesitados de ese amor
extraordinario, sobreabundante e inmenso que Dios tiene por cada uno de
nosotros.
La palabra misericordia, rahamim
en hebreo, deriva del hebreo rehem, vientre materno, y evoca una misericordia
divina sin límites, como la compasión de una madre por su niño. Es «un amor que
no mide, abundante, universal, concreto. Un amor que tiende a suscitar la
reciprocidad, que es el fin último de la misericordia. […] Así
pues, si hemos sido víctimas de alguna ofensa o de alguna injusticia,
perdonemos y se nos perdonará. ¡Seamos los primeros en tener piedad, compasión!
Aunque parezca difícil y audaz, preguntémonos ante cada prójimo: ¿cómo se
comportaría su madre con él? Es un modo de pensar que nos ayuda a entender y a
vivir según lo que Dios quiere»[4].
«Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»
«A los dos años de matrimonio,
nuestra hija y su marido decidieron separarse. La acogimos de nuevo en nuestra
casa, y en los momentos de tensión procurábamos quererla con paciencia,
comprensión y perdón en el corazón, mantener una relación de apertura para con
ella y su marido, y sobre todo esforzándonos en no juzgar. Al cabo de tres
meses de escucha, ayuda discreta y mucha oración, se volvieron a juntar con
consciencia, confianza y esperanza renovadas»[5].
Y es que ser misericordiosos es
más que perdonar. Es tener un corazón grande, tener prisa por borrarlo todo,
por quemar completamente todo lo que pueda obstaculizar nuestra relación con
los demás. La invitación de Jesús a ser misericordiosos consiste en ofrecer un
camino para acercarnos de nuevo al designio originario, de modo que podamos
transformarnos en aquello para lo que hemos sido creados: para ser a imagen y
semejanza de Dios.
LETIZIA
MAGRI
C. LUBICH, Palabra de vida,
noviembre 2000, en Ciudad Nueva n. 370 (11/2000), p. 24.
Cf. C. LUBICH, Palabra de vida,
enero 2004: Ciudad Nueva n. 370 (11/2000), pp. 24-25.
En hebreo hesed, es
decir, amor desinteresado y acogedor, dispuesto a perdonar.
C. LUBICH, Palabra de vida,
noviembre 2000, en o. cit., p. 25.