El domingo pasado celebramos la resurrección
del Maestro, y hoy asistimos a la resurrección del discípulo. Había
transcurrido una semana, una semana que los discípulos, aun
habiendo visto al Resucitado, vivieron con temor, con «las puertas cerradas» (Jn 20,26),
y ni siquiera lograron convencer de la resurrección a Tomás, el único ausente. ¿Qué
hizo Jesús ante esa incredulidad temerosa? Regresó, se puso en el mismo lugar,
«en medio» de los discípulos, y repitió el mismo saludo: «Paz a vosotros» (Jn 20,19.26).
Volvió a empezar desde el principio. La resurrección del discípulo comenzó en
ese momento, en esa misericordia fiel y paciente, en ese
descubrimiento de que Dios no se cansa de tendernos la mano para levantarnos de
nuestras caídas. Él quiere que lo veamos así, no como un patrón con quien
tenemos que ajustar cuentas, sino como nuestro Papá, que nos levanta siempre.
En la vida avanzamos a tientas, como un niño que empieza a caminar, pero se
cae; da pocos pasos y vuelve a caerse; cae y se cae una y otra vez, y el papá
lo levanta de nuevo. La mano que siempre nos levanta es la misericordia. Dios
sabe que sin misericordia nos quedamos tirados en el suelo, que para caminar
necesitamos que vuelvan a ponernos en pie.
Y tú puedes objetar: “¡Pero yo sigo siempre cayendo!”. El Señor lo
sabe y siempre está dispuesto a levantarnos. Él no quiere que pensemos
continuamente en nuestras caídas, sino que lo miremos a Él, que en nuestras
caídas ve a hijos a los que tiene que levantar y en nuestras miserias ve a
hijos a los que tiene que amar con misericordia. Hoy, en esta iglesia que se ha
convertido en santuario de la misericordia en Roma, en el Domingo que veinte
años atrás san Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia, acojamos con
confianza este mensaje. Jesús le dijo a santa Faustina: «Yo soy el amor y la
misericordia misma; no existe miseria que pueda medirse con mi misericordia» (Diario,
14 septiembre 1937). En otra ocasión, la santa le dijo a Jesús, con satisfacción,
que le había ofrecido toda su vida, todo lo que tenía. Pero la respuesta de
Jesús la desconcertó: «Hija mía, no me has ofrecido lo que es realmente tuyo».
¿Qué cosa había retenido para sí aquella santa religiosa? Jesús le dijo
amablemente: «Hija, dame tu miseria» (10 octubre 1937). También
nosotros podemos preguntarnos: “¿Le he entregado mi miseria al Señor? ¿Le he
mostrado mis caídas para que me levante?”. ¿O hay algo que todavía me guardo
dentro? Un pecado, un remordimiento del pasado, una herida en mi interior, un
rencor hacia alguien, una idea sobre una persona determinada... El Señor espera
que le presentemos nuestras miserias, para hacernos descubrir su misericordia.
Volvamos a los discípulos. Habían abandonado al Señor durante la
Pasión y se sentían culpables. Pero Jesús, cuando fue a encontrarse con ellos,
no les dio largos sermones. Sabía que estaban heridos por dentro, y les mostró
sus propias llagas. Tomás pudo tocarlas y descubrió lo que Jesús había sufrido
por él, que lo había abandonado. En esas heridas tocó con sus propias manos la
cercanía amorosa de Dios. Tomás, que había llegado tarde, cuando abrazó la
misericordia superó a los otros discípulos; no creyó sólo en su resurrección,
sino también en el amor infinito de Dios. E hizo la confesión de fe más
sencilla y hermosa: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Así se realiza la
resurrección del discípulo, cuando su humanidad frágil y herida entra en la de
Jesús. Allí se disipan las dudas, allí Dios se convierte en mi Dios,
allí volvemos a aceptarnos a nosotros mismos y a amar la propia vida.
Queridos hermanos y hermanas: En la prueba que estamos
atravesando, también nosotros, como Tomás, con nuestros temores y nuestras
dudas, nos reconocemos frágiles. Necesitamos al Señor, que ve en nosotros, más allá
de nuestra fragilidad, una belleza perdurable. Con Él descubrimos que somos
valiosos en nuestra debilidad, nos damos cuenta de que somos como cristales
hermosísimos, frágiles y preciosos al mismo tiempo. Y si, como el cristal,
somos transparentes ante Él, su luz, la luz de la misericordia brilla en
nosotros y, por medio nuestro, en el mundo. Ese es el motivo para alegrarse,
como nos dijo la Carta de Pedro, «alegraos de ello, aunque ahora sea preciso
padecer un poco en pruebas diversas» (1 P 1,6).
En esta fiesta de la Divina Misericordia el anuncio más hermoso se
da a través del discípulo que llegó más tarde. Sólo él faltaba, Tomás, pero el
Señor lo esperó. La misericordia no abandona a quien se queda atrás. Ahora,
mientras pensamos en una lenta y ardua recuperación de la pandemia, se insinúa
justamente este peligro: olvidar al que se quedó atrás. El riesgo es que nos
golpee un virus todavía peor, el del egoísmo indiferente, que se
transmite al pensar que la vida mejora si me va mejor a mí, que todo irá bien
si me va bien a mí. Se parte de esa idea y se sigue hasta llegar a seleccionar
a las personas, descartar a los pobres e inmolar en el altar del progreso al
que se queda atrás. Pero esta pandemia nos recuerda que no hay diferencias ni
fronteras entre los que sufren: todos somos frágiles, iguales y valiosos. Que
lo que está pasando nos sacuda por dentro. Es tiempo de eliminar las
desigualdades, de reparar la injusticia que mina de raíz la
salud de toda la humanidad. Aprendamos de la primera comunidad cristiana, que
se describe en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Había recibido
misericordia y vivía con misericordia: «Los creyentes vivían todos unidos y
tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos,
según la necesidad de cada uno» (Hch 2,44-45). No es ideología, es
cristianismo.
En esa comunidad, después de la resurrección de Jesús, sólo uno se
había quedado atrás y los otros lo esperaron. Actualmente parece lo contrario:
una pequeña parte de la humanidad avanzó, mientras la mayoría se quedó atrás. Y
cada uno podría decir: “Son problemas complejos, no me toca a mí ocuparme de
los necesitados, son otros los que tienen que hacerse cargo”. Santa Faustina,
después de haberse encontrado con Jesús, escribió: «En un alma que sufre
debemos ver a Jesús crucificado y no un parásito y una carga… [Señor], nos
ofreces la oportunidad de ejercitarnos en las obras de misericordia y nosotros
nos ejercitamos en los juicios» (Diario, 6 septiembre 1937). Pero un
día, ella misma le presentó sus quejas a Jesús, porque: ser misericordiosos
implica pasar por ingenuos. Le dijo: «Señor, a menudo abusan de mi bondad», y
Jesús le respondió: «No importa, hija mía, no te fijes en eso, tú sé siempre
misericordiosa con todos» (24 diciembre 1937). Con todos, no pensemos sólo en
nuestros intereses, en intereses particulares. Aprovechemos esta prueba como
una oportunidad para preparar el mañana de todos, sin descartar a ninguno: de
todos. Porque sin una visión de conjunto nadie tendrá futuro.
Hoy, el amor desarmado y desarmante de Jesús resucita el corazón
del discípulo. Que también nosotros, como el apóstol Tomás, acojamos la
misericordia, salvación del mundo, y seamos misericordiosos con el que es más
débil. Sólo así reconstruiremos un mundo nuevo.
HOMILIA DEL SANTO PADRE FRANCISCO. SANTA MISA
DE LA DIVINA MISERICORDIA.
Iglesia de Santo Spirito in Sassia
II Domingo de Pascua, 12 de abril de 2020
FUENTE: VATICAN_VA
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