«Pues lo del César devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios» (Mt 22,21).
Jesús entra en Jerusalén y es aclamado como «hijo de David», un
título que Mateo atribuye a Cristo, que vino a proclamar el inminente
advenimiento del Reino de Dios.
Entonces se desarrolla un diálogo entre Jesús y un grupo de
herodianos y fariseos con diversas opiniones sobre el poder del emperador. Le
preguntan si considera lícito o no pagar las tasas al emperador, para así
obligarlo a alinearse a favor o contra el César y tener de qué acusarlo.
Pero Jesús pregunta, a su vez, de quién es la efigie impresa en la
moneda. Y como es del emperador, responde:
«Pues lo del
César devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios»
Pero ¿qué se le debe al César y qué a Dios?
Jesús reclama el primado de Dios: así como en la moneda romana
está impresa la imagen del emperador, en cada persona humana está impresa la
imagen de Dios.
La tradición rabínica afirma que todo hombre ha sido creado a
imagen de Dios (cf. Gn 1,26): «El hombre acuña muchas monedas con un mismo
sello y todas se parecen unas a otras. En cambio, el rey de los reyes, el Santo
-bendito sea- acuñó a todos los hombres con el sello del primer hombre y, sin
embargo, ninguno de ellos se parece a su compañero»[1].
Solo a Dios podemos dar todo nuestro ser, y en Él encontramos
libertad y dignidad. Ningún poder humano puede pretender semejante fidelidad.
Si alguien conoce a Dios y puede ayudarnos a darle su justo lugar,
es Jesús. Para él, «[...] amar significó cumplir la voluntad del Padre,
poniendo a su disposición mente, corazón, energías, la misma vida: se entregó
por completo al proyecto que el Padre tenía para Él. El Evangelio nos lo
muestra siempre totalmente orientado al Padre [...]. A nosotros también nos
pide lo mismo: amar significa hacer la voluntad del Amado, sin medias tintas,
con todo nuestro ser. [...] En esto se nos pide la mayor radicalidad, porque a
Dios no se le puede dar menos que todo: todo el corazón, toda el alma, toda la mente»[2].
«Pues lo del
César devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios»
¡Cuántas veces nos encontramos ante dilemas que nos tientan a
buscar una salida fácil! También Jesús es puesto a prueba ante dos opciones
ideológicas, pero Él tiene clara la prioridad: la venida del reino de Dios, el
primado del amor.
Dejémonos interpelar por esta Palabra: ¿nuestro corazón está
deslumbrado por la notoriedad?, ¿admira a las personas de éxito, a los
influencers? ¿Quizá atribuimos a las cosas el lugar que le corresponde a Dios?
Jesús nos invita a un discernimiento serio y bien fundado en
nuestra escala de valores.
Nuestra conciencia es una voz, a veces sutil y tal vez dominada
por otras voces, pero que nos empuja a buscar sin descanso caminos de
fraternidad, incluso a costa de nadar a contracorriente.
Es fundamental para un auténtico diálogo con los demás, para
encontrar juntos respuestas adecuadas a la complejidad de la vida. No significa
escabullirse de nuestra responsabilidad para con la sociedad, sino ofrecerse
para servir al bien común.
Durante la reclusión que lo llevaría a ser ejecutado por su
resistencia civil al nazismo, Dietrich Bonhoeffer escribe a su novia: «No
concibo la fe que huye del mundo, sino la que resiste en el mundo y ama y
permanece fiel a la tierra, a pesar de todas las tribulaciones que esta nos
procura. Nuestro matrimonio debe ser un sí a la tierra de Dios, debe reforzar
en nosotros la valentía de obrar y de crear algo en la tierra. Me temo que los
cristianos que se atreven a estar en la tierra con un solo pie estarán con un
solo pie también en el cielo»[3].
Letizia Magri
y el equipo de la Palabra de vida
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