«Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero» (Jn 21, 17).
El
último capítulo del Evangelio de Juan nos lleva a Galilea, al lago de
Tiberíades. Después de la muerte de Jesús, Pedro, Juan y otros discípulos han
vuelto a su trabajo de pescadores, pero por desgracia la noche no ha sido
fructífera.
El
Resucitado se manifiesta allí por tercera vez y los exhorta a echar de nuevo
las redes, y esta vez recogen muchos peces. Luego los invita a compartir la
comida en la orilla. Pedro y los demás lo han reconocido, pero no se atreven a
dirigirle la palabra.
Entonces
Jesús le pregunta a Pedro: «Simón de Juan, ¿me amas más que estos?». Por tres
veces Jesús renueva la llamada solemne a Pedro (cf. Mt 16, 18-19) para cuidar
de sus ovejas, de las que Él mismo es el Pastor (Jn 10, 14). Pedro sabe que ha
fallado, y responde con humildad: «Tú sabes que te quiero».
Durante
todo el diálogo, Jesús no le echa en cara su traición, no se explaya subrayando
el error. Se acerca a él mostrándole sus posibilidades, lo introduce en su
dolorosa herida para sanarla con su amistad. Lo único que pide es reconstruir
la relación con confianza recíproca.
Y
la respuesta de Pedro es un acto de consciencia de su debilidad y, al mismo
tiempo, de confianza ilimitada en el amor acogedor de su Maestro y Señor:
«Señor, tú lo
sabes todo; tú sabes que te quiero».
También
a nosotros Jesús nos hace la misma pregunta: ¿me amas? ¿Quieres ser mi amigo?
Él
lo sabe todo: conoce los dones que hemos recibido de Él y también nuestras
debilidades y heridas, a veces sangrantes. Aun así renueva su confianza, no en
nuestras fuerzas, sino en la amistad con Él.
En
esta amistad Pedro encontrará el valor de testimoniar el amor a Jesús hasta dar
la vida.
«Momentos
de debilidad, de frustración y de desaliento tenemos todos: [...] adversidades,
situaciones dolorosas, enfermedades, muertes, pruebas interiores,
incomprensiones, tentaciones, fracasos [...] Precisamente quien se siente
incapaz de superar ciertas pruebas que se abaten sobre el cuerpo y sobre el
alma, y por eso no puede contar con sus fuerzas, está en condiciones de fiarse
de Dios. Y Él [...] interviene. Donde Él actúa, obra cosas grandes, que parecen
más grandes precisamente porque brotan de nuestra pequeñez»[1].
Podemos
presentarnos a Dios tal como somos y pedir su amistad, que cura. Abandonándonos
en su misericordia podremos volver a la intimidad con el Señor y reanudar el
camino con Él.
«Señor, tú lo
sabes todo; tú sabes que te quiero».
Esta
Palabra de vida puede convertirse en oración personal, en nuestra respuesta
para encomendarnos a Dios con nuestras pocas fuerzas y darle las gracias por
los signos de su amor:
«[...]
Te quiero porque has entrado en mi vida más que el aire en mis pulmones, más
que la sangre en mis venas. Has entrado donde nadie podía entrar, cuando nadie
podía ayudarme, cada vez que nadie podía consolarme. [...] Concédeme estarte
agradecida -al menos un poco- durante el tiempo que me queda, por este amor que
has derramado sobre mí y que me ha obligado a decirte: te quiero»[2].
También
en nuestras relaciones familiares, sociales y eclesiales podemos aprender el
estilo de Jesús: amar a todos, ser los primeros en amar, «lavar los pies» (cf. Jn
13, 14) a nuestros hermanos, sobre todo a los más pequeños y frágiles.
Aprenderemos a acoger a cada uno con humildad y paciencia, sin juzgar, abiertos
a pedir y recibir el perdón, para comprender juntos cómo caminar en la vida
unos al lado de otros.
Letizia Magri
y el equipo de la Palabra de Vida