«Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16).
«Dios
es amor»: es la definición más luminosa de Dios, que aparece en la Escritura
solo dos veces, y precisamente en este texto: una carta -o quizá una
exhortación- que resuena en el cuarto Evangelio. De hecho, el autor es un
discípulo que testimonia la tradición espiritual del apóstol Juan. Escribe a
una comunidad cristiana del siglo I que, desgraciadamente, estaba pasando por
una de las pruebas más dolorosas: la discordia, la división, tanto en el plano
de la fe como del testimonio.
Dios
es amor. Él vive en sí mismo la plenitud de la comunión como Trinidad, y rebosa
este amor sobre sus criaturas. A cuantos lo acogen, les da el poder de
convertirse en hijos suyos (cf. Jn 1, 12; 1 Jn 3, 1), con su mismo ADN, capaces
de amar. Y su amor es gratuito, libera de todo temor y vacilación (cf. 1 Jn 4,
18).
Luego,
para que se realice la promesa de la comunión recíproca -nosotros en Dios y
Dios en nosotros- hace falta «permanecer» en este mismo amor activo, dinámico,
creativo. Por eso los discípulos de Jesús están llamados a amarse unos a otros,
a dar la vida, a compartir sus bienes con cualquiera que lo necesite. Con este
amor la comunidad permanece unida, profética y fiel.
«Dios es amor, y quien permanece en el
amor permanece en Dios y Dios en él».
Es
un anuncio fuerte y claro también hoy para nosotros, que a veces nos sentimos
arrollados por eventos imprevisibles y difíciles de controlar, como la pandemia
u otras tragedias personales o colectivas. Nos sentimos perdidos y asustados, y
es fuerte la tentación de cerrarnos en nosotros mismos y levantar muros para
protegernos de quienes parecen amenazar nuestra seguridad, en lugar de
construir puentes para encontrarnos.
¿Cómo
es posible continuar creyendo en el amor de Dios en estas circunstancias? ¿Es
posible seguir amando?
Josiane,
libanesa, estaba lejos de su país cuando se enteró de la terrible explosión en
el puerto de Beirut en agosto de 2020. A quienes, como ella, viven la Palabra
de vida, les dice: «En el corazón sentí dolor, ira, angustia, tristeza,
desconcierto. Me asaltó fuertemente la pregunta: ¿no es suficiente con todo lo
que Líbano ha vivido hasta ahora? Pensaba en ese barrio arrasado, en el que
nací y viví; donde parientes y amigos ahora estaban muertos, heridos o
desalojados; donde edificios, escuelas y hospitales que conozco muy bien habían
quedado destruidos. Procuré "estar cerca" de mi madre y mis hermanos,
responder a muchísimos mensajes de tantas personas que expresaban apoyo, afecto
y oración, escuchando a todos en medio de esta herida profunda que se había
abierto. Quería creer y CREO que estos encuentros con quienes sufren son una
llamada a responder con el amor que Dios ha depositado en nuestros corazones.
Más allá de las lágrimas, descubrí una luz en muchos libaneses, muchos de ellos
jóvenes, que se pusieron de nuevo en pie, a mirar alrededor y a socorrer a
quienes lo necesitaban. Y me renació la esperanza al ver a jóvenes dispuestos
incluso a comprometerse seriamente en política, convencidos de que la solución
pasa por el camino del diálogo verdadero, de la concordia, del descubrirnos
hermanos, porque lo somos».
«Dios es amor, y quien permanece en el
amor permanece en Dios y Dios en él».
Una
preciosa sugerencia para vivir esta Palabra del Evangelio nos la ofrece Chiara
Lubich: «Ya no se puede separar la cruz de la gloria; no se puede separar al
Crucificado del Resucitado. Son dos aspectos del mismo misterio de Dios, que es
Amor. [...] Una vez hecho el ofrecimiento, procuremos no pensar más en ello,
sino cumplir lo que Dios quiere de nosotros allí donde estamos [...].
Procuremos sobre todo amar a los demás, al prójimo que tenemos al lado. Si lo
hacemos, podremos experimentar un efecto insólito e inesperado: nuestra alma se
inundará de paz, de amor, de alegría pura, de luz. [...] Y, ricos de esta experiencia,
podremos ayudar más eficazmente a todos nuestros hermanos a encontrar la
bienaventuranza entre las lágrimas, a transformar en serenidad lo que les
preocupa. Así seremos instrumentos de alegría para muchos; de felicidad, de esa
felicidad que todo corazón humano ambiciona».
LETIZIA MAGRI.
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