«Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mc 6, 12).
La Palabra
de vida de este mes está sacada de la oración que Jesús enseñó a sus
discípulos, el Padrenuestro. Es una oración profundamente enraizada en la
tradición hebraica. También los judíos llamaban y llaman a Dios «Padre
nuestro».
En una
primera lectura, las palabras de esta frase nos comprometen: ¿podemos pedirle a
Dios que borre nuestras deudas, como sugiere el texto griego, del mismo modo
que nosotros somos capaces de hacerlo con quienes tienen alguna falta respecto
a nosotros? Nuestra capacidad de perdón es siempre limitada, superficial,
condicional. Si Dios nos tratase según nuestra medida, ¡sería una condena en
toda regla!
«Perdona nuestras ofensas, como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden».
Sin
embargo, son palabras importantes que expresan ante todo la conciencia de que
necesitamos el perdón de Dios. El propio Jesús se las dijo a sus discípulos -y
a todos los bautizados-, de modo que puedan usarlas para dirigirse al Padre con
sencillez de corazón.
Todo nace
de descubrirnos hijos en el Hijo, hermanos e imitadores de Jesús, que fue el
primero que hizo de su vida un camino de adhesión cada vez más completa a la
voluntad amorosa del Padre.
Solo
después de haber acogido el don de Dios y su amor sin medida podemos pedirle
todo al Padre, incluso que nos haga cada vez más semejantes a Él, con su misma
capacidad de perdonar a nuestros hermanos y hermanas con corazón generoso, día
a día.
Cada acto
de perdón es una decisión libre y consciente que hay que renovar siempre con
humildad. Nunca es un hábito, sino un camino exigente, por el cual Jesús nos
llama a rezar cada día, como por el pan.
«Perdona nuestras ofensas, como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden».
¡Cuántas
veces las personas con las que vivimos -en la familia, en el barrio, en el
lugar de trabajo o de estudio--- pueden habernos hecho una faena, y nos cuesta
reanudar una relación positiva! ¿Qué hacer? Aquí es donde podemos pedir la
gracia de imitar al Padre:
«Levantémonos
por la mañana con una "amnistía" completa en el corazón, con ese amor
que todo lo cubre, que sabe acoger al otro tal como es, con sus limitaciones,
sus dificultades, precisamente como haría una madre con el hijo que actúa mal:
lo excusa siempre, le perdona siempre, no pierde la esperanza en él... Acerquémonos
a cada uno viéndolo con ojos nuevos, como si nunca hubiese incurrido en esos
defectos. Volvamos a empezar cada vez, sabiendo que Dios no solo perdona, sino
que olvida: esta es la medida que nos pide también a nosotros».
Es una
meta alta hacia la cual podemos avanzar con la ayuda de la oración confiada.
«Perdona nuestras ofensas, como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden».
Además,
toda la oración del Padrenuestro tiene la perspectiva del «nosotros», de la
fraternidad: no pido solo por mí, sino también por los demás y con los demás.
Mi capacidad de perdón está sostenida por el amor de los demás, y por otra
parte mi amor puede en cierto modo sentir como propio el error del hermano: tal
vez dependa también de mí, puede que no haya hecho toda mi parte para que se
sintiese acogido, comprendido...
En
Palermo, una ciudad italiana, las comunidades cristianas viven una intensa
experiencia de diálogo que requiere superar ciertas dificultades. Cuentan
Biagio y Zina: «Un día un pastor amigo nuestro nos invitó a un encuentro con
varias familias de su Iglesia que no nos conocían. Habíamos llevado cosas para
compartir en la comida, pero esas familias nos dieron a entender que no les
gustaba ese encuentro. Con delicadeza, Zina les dio a probar algunas
especialidades que había preparado y al final comimos juntos. Después de comer
empezaron a decir los defectos que veían en nuestra Iglesia. No queriendo
entrar en una guerra verbal, dijimos: ¿qué defecto o diferencia entre nuestras
Iglesias puede impedir que nos queramos? Ellos, acostumbrados a atacar
continuamente, se quedaron asombrados y desarmados con una respuesta así, y
empezamos a hablar del Evangelio y de lo que nos une, que seguro que es mucho
más que lo que nos divide. Cuando llegó la hora de despedimos, no querían que
nos fuésemos. En ese momento les propusimos rezar el Padrenuestro, y mientras
lo rezábamos percibimos fuertemente la presencia de Dios. Nos hicieron prometer
que volveríamos, porque querían presentarnos al resto de la comunidad, y así ha
sido en todos estos años».
LETIZIA MAGRI
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