«Amaos cordialmente
unos a otros; que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12, 10).
La
palabra de vida de este mes está sacada de la riquísima carta del apóstol Pablo
a los Romanos, en la que presenta la vida cristiana como una realidad donde
sobreabunda el amor, un amor gratuito e ilimitado que Dios ha derramado en
nuestros corazones y que nosotros damos a nuestra vez a los demás. Para hacer
más eficaz su significado, Pablo introduce dos conceptos en una única palabra, philostorgos,
que reúne dos características particulares del amor que distinguen a la
comunidad cristiana: el amor entre amigos y el amor familiar.
«Amaos cordialmente unos a otros; que cada cual
estime a los otros más que a sí mismo».
Detengámonos
en particular en el aspecto de la fraternidad y de la reciprocidad. Como
escribe Pablo, quienes pertenecen a la comunidad cristiana se aman porque son
miembros los unos de los otros (12, 5), son hermanos que tienen como única
deuda el amor (cf. 13,8), se alegran con quienes están alegres y lloran con
quienes lloran (12, 5), no juzgan ni son causa de escándalo (cf. 14, 13).
Nuestra
existencia está estrechamente ligada a la de los demás, y la comunidad es el
testimonio vivo de la ley del amor que Jesús trajo a la tierra. Es un amor
exigente que llega incluso a dar la vida los unos por los otros. Es un amor
concreto, coloreado de mil expresiones, que quiere el bien del otro, su
felicidad. Hace que los hermanos se realicen plenamente, que compitan en
apreciar cada uno las cualidades del otro. Es un amor que mira a las
necesidades de cada uno, que hace lo que sea para no dejar a nadie atrás, que
nos hace responsables y activos en el ámbito de la vida social y cultural y en
el compromiso político.
«Amaos cordialmente unos a otros; que cada cual
estime a los otros más que a sí mismo».
«Mirando
a las comunidades del siglo I, vemos que el amor cristiano, que se extendía
indistintamente a todos, tenía un nombre, se lo llamaba filadelfia, que
significa amor fraterno. En la literatura profana de la época este término se
usaba para indicar el amor entre hermanos de sangre. Nunca se usaba para
indicar a los miembros de una misma sociedad. Solo el Nuevo Testamento es la
excepción»[1].
Muchos jóvenes sienten la exigencia de tener «una relación más profunda, más
sentida, más verdadera. Y el amor recíproco de los primeros cristianos tenía todas
las características del amor fraterno, por ejemplo, la fuerza y el afecto»[2].
«Amaos cordialmente unos a otros; que cada cual
estime a los otros más que a sí mismo».
Un rasgo
que distingue a los miembros de esta comunidad que vive el amor recíproco es
que no se cierran en sí mismos, sino que están dispuestos a afrontar los
desafíos reales que se presentan en el entorno en que se desenvuelven.
J. K.,
serbio de nacionalidad húngara y padre de tres hijos, por fin puede permitirse
adquirir una vivienda, pero a causa de un accidente no cuenta con los recursos
económicos ni físicos para reformarla él solo. Entonces la comunidad de los
Focolares se activa y pone en marcha el proyecto #daretocare[3]
promovido por los Jóvenes por un mundo unido.
Con
entusiasmo, J. K. cuenta la competición de solidaridad que se ha desencadenado
para sostenerlo económicamente: «Han venido muchos a ayudarme, y en tres días
hemos podido rehacer el tejado y cambiar los techos de tierra y paja por otros
de yeso». En las obras de rehabilitación también han colaborado económicamente
varias personas de la República Checa. Un gesto que ha hecho visible la
comunidad ampliada, sin importar las distancias[4].
Patrizia Mazzola y el equipo de la Palabra de
vida
[1] Cf. C. LUBICH, A los gen, Ciudad
Nueva, Madrid 1979, p. 133.
[2] Ibid.
[3] Atreverse a cuidar.
[4] Tomado y adaptado del articulo: «Serbie:
construir una casa para ser casa»: https://www.unitedworldproject.org/
eslworkshop/serbia-construir-una-casa-para-ser-casa/.
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