«Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón»
(Lc 12, 34).
El
evangelista Lucas refiere esta enseñanza de Jesús y nos lo muestra con sus
discípulos camino de Jerusalén, hacia su Pascua de muerte y resurrección. Por
el camino se dirige a ellos llamándolos «pequeño rebaño» (Lc 12, 32), Y les
confía lo que tiene en el corazón, las disposiciones profundas de su ánimo.
Entre estas, el desapego de los bienes terrenos, la confianza en la providencia
del Padre y la vigilancia interior, el esperar activamente el Reino de Dios.
En
los versículos anteriores, Jesús los anima a desprenderse de todo, hasta de la
vida, y a no angustiarse por las necesidades materiales, porque el Padre sabe
lo que necesitan. En lugar de eso los invita a buscar el Reino de Dios y los
alienta a acumular «un tesoro inagotable en los cielos» (Le 12, 33).
Ciertamente, no es que Jesús exhorte a la pasividad ante las cosas terrenas, a
una conducta irresponsable en el trabajo; lo que quiere es quitarnos la
ansiedad, la inquietud, el miedo.
«Porque donde esté vuestro tesoro,
allí estará también vuestro corazón».
Aquí,
corazón se refiere al centro unificador de la persona, que da sentido a todo lo
que vive; es el lugar de la sinceridad, donde no se puede engañar ni disimular.
En general indica las intenciones verdaderas, lo que uno piensa, cree y quiere
realmente. El tesoro es lo que para nosotros tiene más valor, es decir, nuestra
prioridad, lo que creemos que da seguridad al presente y al futuro.
Afirma
el papa Francisco: «Hoy todo se compra y se paga, y parece que la propia
sensación de dignidad depende de cosas que se consiguen con el poder del
dinero. Solo nos urge acumular, consumir y distraernos, presos de un sistema
degradante que no nos permite mirar más allá de nuestras necesidades inmediatas»[1]. Pero en
lo más íntimo de toda mujer y de todo hombre hay una búsqueda apremiante de esa
felicidad verdadera que no defrauda y que ningún bien material puede saciar.
Escribía
Chiara Lubich: «Sí, existe lo que buscas; hay en tu corazón un anhelo infinito
e inmortal; una esperanza que no muere; una fe que traspasa las tinieblas de la
muerte y es luz para aquellos que creen: ¡no en vano esperas y crees! ¡No en
vano! Tú esperas y crees para Amar»[2].
«Porque donde esté vuestro
tesoro, allí estará también vuestro corazón».
Esta
Palabra nos invita a hacer un examen de conciencia: ¿cuál es mi tesoro, lo que
más me importa? Este puede adquirir diversos matices, como el estatus
económico, pero también la fama, el éxito, el poder. La experiencia nos dice
que hace falta volver continuamente a la vida verdadera, la que no pasa, la
vida radical y exigente del amor evangélico:
«Para
un cristiano no basta con ser bueno, misericordioso, humilde, manso, paciente
... Debe tener por los hermanos la caridad que nos enseñó Jesús. [...] Porque
la caridad no es estar dispuesto a dar la vida. Es dar la vida»[3].
A
cada prójimo que se nos cruza durante el día (en la familia, en el trabajo, por
todas partes) debemos amarlo con esta medida. Y así vivimos sin pensar en
nosotros, sino pensando en los demás, viviendo los demás, y experimentamos una
libertad verdadera.
Augusto Parody Reyes y el
equipo de la Palabra de Vida
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