«Yo
soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas»
(Jn 10, 11).
Las imágenes de la cultura bíblica, con el ritmo tranquilo de la
vida nómada y el pastoreo, parecen alejadas de nuestra exigencia diaria de
eficiencia y competitividad. Y sin embargo, a veces también hoy sentimos la
necesidad de pararnos, de un lugar donde descansar, de encontrarnos con alguien
que nos acoja tal como somos.
Jesús se presenta como aquel que está más dispuesto que ningún
otro a acogernos, a confortarnos, incluso a dar la vida por cada uno de
nosotros.
En el largo pasaje del Evangelio de Juan del que está sacada esta
Palabra de vida, Jesús nos asegura que Él es la presencia de Dios en la
historia de cada persona, como prometió a Israel por boca de los profetas (cf.
Ez 34, 24-31).
Jesús es el pastor, el guía que conoce y ama a sus ovejas, es
decir, a su pueblo cansado y a veces desorientado. No es un extraño que ignora
las necesidades del rebaño, ni un ladrón que viene a robar, o un bandido que
mata o dispersa, y tampoco un mercenario, que solo actúa por interés.
«Yo soy el
buen pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas».
El rebaño que Jesús siente como suyo lo forman ciertamente sus
discípulos, todos los que han recibido el don del bautismo, pero no solo ellos.
Él conoce a cada criatura humana, la llama por su nombre y cuida de cada uno
con ternura.
Él es el verdadero pastor, que no solo nos guía hacia la vida, no
solo viene a buscarnos cada vez que nos extraviamos (cf. Lc 15, 3-7; Mt 18,
12-14), sino que ya dio la vida para cumplir la voluntad del Padre, que es la
plena comunión personal con Él y la reconquista de la fraternidad entre
nosotros, herida de muerte por el pecado.
Cada uno puede tratar de reconocer la voz de Dios; oír su palabra,
que le dirige personalmente, y seguirla con confianza. Sobre todo podemos tener
la certeza de que quien nos ama, nos comprende y nos perdona incondicionalmente
es aquel que nos asegura:
«Yo soy el
buen pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas».
Cuando experimentamos, al menos un poco, esta presencia silenciosa
pero poderosa en nuestra vida, se enciende en el corazón el deseo de
compartirla, de acrecentar nuestra capacidad de cuidar y acoger a los demás. A
ejemplo de Jesús, podemos tratar de conocer mejor a las personas de la familia,
al compañero de trabajo o a los vecinos, y dejar que las exigencias de quienes
tenemos cerca nos saquen de nuestra comodidad.
Podemos desarrollar la inventiva del amor, involucrando a otros y
dejándonos involucrar. A pequeña escala, podemos contribuir a construir
comunidades fraternas y abiertas, capaces de acompañar con paciencia y
resolución el camino de muchas personas.
Meditando sobre esta misma frase del Evangelio, Chiara Lubich escribió:
«Jesús dirá abiertamente de sí mismo: "Nadie tiene mayor amor que el que
da su vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Y Él lleva hasta el final su
ofrecimiento. Su amor es un amor oblativo, es decir, un amor dispuesto
efectivamente a ofrecerse, a dar la vida. [...] Dios nos pide también a
nosotros [...] actos de amor que tengan la medida de su amor, al menos en la
intención y en la decisión. [...] Solo un amor así es un amor cristiano: no un
amor cualquiera, no una pátina de amor, sino un amor tan grande que pone en
juego la vida. [...] De este modo nuestra vida de cristianos dará un salto de
calidad, un gran salto de calidad. Y entonces veremos reunirse en torno a
Jesús, atraídos por su voz, a hombres y mujeres de todos los rincones de la
tierra».
LETIZIA MAGRI
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