«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16, 15).
El
Evangelio de Marcos reserva las últimas palabras de Jesús Resucitado a una
única aparición de Él a los apóstoles.
Estos
están sentados a la mesa, como los habíamos visto a menudo con Jesús ya desde
antes de su pasión y muerte, pero esta vez la pequeña comunidad está marcada
por el fracaso: han quedado once en lugar de los doce que Jesús había escogido,
y en el momento de la cruz alguno de los presentes lo había negado y muchos
habían huido.
En este
último y decisivo encuentro, el Resucitado los reprende por haber cerrado el
corazón a las palabras de quienes habían dado testimonio de la resurrección
(cf. Mc 16,9-13). Pero al mismo tiempo confirma su elección: a pesar
de que son frágiles, les encomienda precisamente a ellos que anuncien el
Evangelio, esa Buena Noticia que es Él mismo, con su vida y sus palabras.
Después de
este solemne discurso, el Resucitado vuelve al Padre, pero al mismo tiempo
«permanece» con sus discípulos y les confirma sus palabras con signos
prodigiosos.
«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva
a toda la creación».
Así pues,
la comunidad que Jesús envía a continuar su misión no es un grupo de personas
perfectas, sino más bien llamadas ante todo a «estar» con Él (cf. Mc
3, 14-15). A experimentar su presencia y su amor paciente y
misericordioso. Luego, solo en virtud de esta experiencia, los envía a
«proclamar a toda la creación» esta cercanía de Dios.
Y está
claro que el éxito de la misión no depende de sus capacidades personales, sino
de la presencia del Resucitado, que él mismo encomienda a sus discípulos y a la
comunidad de los creyentes, en la cual crece el Evangelio en la medida en que
es vivido y anunciado [1].
Por tanto,
lo que podemos hacer nosotros como cristianos es gritar el amor de Dios con
nuestra vida y con nuestras palabras, saliendo de nosotros mismos con valentía
y generosidad, para ofrecer a todos con delicadeza y respeto los tesoros del
Resucitado, que abren los corazones a la esperanza.
«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva
a toda la creación».
Se trata
de dar siempre testimonio de Jesús y nunca de nosotros mismos; incluso de
«negarnos» a nosotros mismos, de «menguar» para que Él crezca. Hay que hacer
sitio en nosotros a la fuerza de su Espíritu, que empuja a la fraternidad: «[…]
Debo seguir al Espíritu Santo, el cual, cada vez que me encuentro con un
hermano o hermana, me pone en actitud de "hacerme uno" con él o con
ella, de servirles con perfección; me da la fuerza de amarlos si son en cierto
modo enemigos; me llena el corazón de misericordia para saber perdonar y poder
entender sus necesidades; me lleva a comunicar con diligencia, cuando llega el
momento, las cosas más bellas de mi alma. A través de mi amor se revela y se
transmite el amor de Jesús. […] Con este y por este amor de Dios en el corazón
podemos llegar lejos y hacer partícipes de nuestro descubrimiento a muchas
otras personas […] hasta que el otro, dulcemente herido por el amor de Dios en
nosotros, quiera "hacerse uno" con nosotros, en un intercambio
recíproco de ayudas, ideales, proyectos y afectos. Solo entonces podremos dar
la palabra, y será un don, en la reciprocidad del amor» [2].
«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva
a toda la creación».
«A toda la creación»: es una perspectiva
que nos hace conscientes de nuestra pertenencia al gran mosaico de la creación
y de la cual somos especialmente sensibles hoy. En este nuevo camino de la
humanidad, los jóvenes son en muchos casos una punta de lanza; siguiendo el
estilo del Evangelio, confirman con los hechos lo que anuncian con palabras.
Robert, de
Nueva Zelanda, comparte su experiencia en la web[3]: «Una actividad en curso en
nuestro territorio apoya la recuperación del puerto de Porirua, en la parte
meridional de la región de Wellington, en Nueva Zelanda. Esta iniciativa ha
implicado a las autoridades locales, la comunidad católica maorí y la tribu
local. Nuestro objetivo es apoyar a esta tribu en su deseo de liderar la
recuperación del puerto, asegurar que las aguas discurran limpias y permitir la
recogida de moluscos y la pesca habitual sin miedo a la contaminación. Estas
iniciativas han tenido éxito y han creado un nuevo espíritu comunitario.
El desafío
es evitar que se quede en algo pasajero y mantener un plan a largo plazo que
preste ayuda y apoyo y marque la diferencia sobre el terreno».
LETIZIA MAGRI
[1] Cf. CONCILIO VATICANO II, constitución dogmática Dei Verbum
sobre la Divina Revelación, 8.
[2] C. Lubich, Palabra de vida, junio de 2003: Ciudad Nueva 399
(6/2003). pp. 24-25.
[3] El texto íntegro de esta y otras experiencias está en
varios idiomas en: http://www.unitedproject.org/workshop.
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