Segundo domingo de Cuaresma
- Gen 12, 1-4a. Vocación de Abrahán,
padre del pueblo de Dios.
- Sal 32. R. Que tu
misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.
- 2 Tim 1, 8b-10. Dios nos llama y nos
ilumina.
- Mt 17, 1-9. Su rostro resplandecía
como el sol.
En
aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se
los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su
rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la
luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro,
entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí
quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía
estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz
desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al
oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús
se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos,
no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando
bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que
el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
MEDITACION DEL PAPA FRANCISCO
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este
segundo Domingo de Cuaresma se proclama el Evangelio de
la Transfiguración: Jesús lleva consigo a Pedro, Santiago y Juan a un
monte y se revela ante ellos en toda su belleza de Hijo de Dios
(cf. Mt 17,1-9).
Detengámonos
un momento en esta escena y preguntémonos: ¿En qué consiste esta belleza? ¿Qué
ven los discípulos? ¿Un efecto especial? No, no es eso. Ven la luz de la
santidad de Dios resplandecer en el rostro y en los vestidos de Jesús, imagen
perfecta del Padre. Se revela la majestad de Dios, la belleza de Dios. Pero
Dios es Amor, y, por lo tanto, los discípulos han visto con sus ojos la
belleza y el esplendor del Amor divino encarnado en Cristo. ¡Tuvieron un anticipo
del paraíso! ¡Qué sorpresa para los discípulos! ¡Habían tenido ante sus ojos
durante tanto tiempo el rostro del Amor y no se habían dado cuenta de lo
hermoso que era! Solo ahora se dan cuenta y con tanta alegría, con inmensa
alegría.
Jesús, en
realidad, con esta experiencia los está formando, los está preparando para un
paso todavía más importante. Poco después, en efecto, deberán saber reconocer
en Él la misma belleza, cuando suba a la cruz y su rostro sea desfigurado.
A Pedro le cuesta entender: quisiera detener el tiempo, poner la escena en
“pausa”, estar allí y alargar esta experiencia maravillosa; pero Jesús no lo
permite. Su luz, de hecho, no se puede reducir a un “momento mágico”. Así se
convertiría en algo falso, artificial, que se disuelve en la niebla de los
sentimientos pasajeros. Al contrario, Cristo es la luz que orienta el camino,
como la columna de fuego para el pueblo en el desierto
(cf. Ex 13,21). La belleza de Jesús no aparta a los
discípulos de la realidad de la vida, sino que les da la fuerza para seguirlo hasta
Jerusalén, hasta la cruz. La belleza de Cristo no es alienante, te lleva
siempre adelante, no hace que te escondas: ¡sigue adelante!
Hermanos,
hermanas, este Evangelio traza también para nosotros un camino: nos enseña lo
importante que es estar con Jesús, incluso cuando no es fácil entender
todo lo que dice y lo que hace por nosotros. De hecho, es estando con él como
aprendemos a reconocer en su rostro la belleza luminosa del amor que se
entrega, incluso cuando lleva las marcas de la cruz. Y es en su escuela donde
aprendemos a captar la misma belleza en los rostros de las personas que cada
día caminan junto a nosotros: los familiares, los amigos, los colegas, quienes
en diversos modos cuidan de nosotros. ¡Cuántos rostros luminosos, cuántas
sonrisas, cuántas arrugas, cuántas lágrimas y cicatrices hablan de amor en
torno a nosotros! Aprendamos a reconocerlos y a llenarnos el corazón con ellos.
Y después pongámonos en marcha, para llevar también a los demás la luz que
hemos recibido, con las obras concretas del amor (cf. 1 Jn 3,18),
sumergiéndonos con más generosidad en las tareas cotidianas, amando, sirviendo
y perdonando con más entusiasmo y disponibilidad. La contemplación de las
maravillas de Dios, la contemplación del rostro de Dios, de la cara del Señor,
nos debe empujar al servicio a los demás.
Podemos
preguntarnos: ¿Sabemos reconocer la luz del amor de Dios en nuestra vida? ¿La
reconocemos con alegría y gratitud en los rostros de las personas que nos
quieren? ¿Buscamos en torno a nosotros las señales de esta luz, que nos llena
el corazón y lo abre al amor y al servicio? ¿O preferimos los fuegos fatuos de
los ídolos, que nos alienan y nos cierran en nosotros mismos? La gran luz del
Señor y la luz falsa, artificial de los ídolos. ¿Qué prefiero yo?
Que
María, que ha custodiado en el corazón la luz de su Hijo, también en la
oscuridad del Calvario, nos acompañe siempre en el camino del amor.
ÁNGELUS, Plaza de San Pedro, domingo 5 de marzo
de 2023
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