«El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién he de temer?» (Sal 27, 1).
«Al poco
de nacer Mariana, los médicos le diagnosticaron una lesión cerebral. No podría
hablar ni andar. Sentimos que Dios nos pedía que la amásemos así, y nos lanzamos
en los brazos del Padre -escribe Alba, una joven madre brasileña-. Vivió con
nosotros durante cuatro años y nos dejó a todos un mensaje de amor. Nunca oímos
de sus labios las palabras "mamá" o "papá'; pero en su silencio
hablaba con los ojos, que tenían una luz resplandeciente. No pudimos enseñarle a
dar sus primeros pasos, pero ella nos enseñó a dar los primeros pasos en el
amor, a renunciar a nosotros mismos para amar. Mariana fue para toda la familia
un regalo del amor de Dios que podríamos resumir en una única frase: el amor no
se explica con palabras».
Esto nos
sucede también hoy a cada uno de nosotros: ante la imposibilidad de gobernar
toda nuestra existencia, necesitamos luz, aunque sea un vislumbre que muestre
por dónde salir, qué pasos dar hoy hacia la salvación de una vida nueva.
«El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién he
de temer?».
La
oscuridad del dolor, del miedo, de la duda, de la soledad, de las circunstancias
«hostiles» que hacen vanos nuestros sueños, es una experiencia que hacemos en
todos los puntos de la tierra y en toda época de la historia humana, como
atestigua esta antigua oración contenida en el libro de los Salmos.
Probablemente
el autor sea una persona acusada injustamente, abandonada por todos y a la espera
de juicio. Está sumida en la incertidumbre de un destino amenazador, pero se
encomienda a Dios. Sabe que Él no abandonó a su pueblo en la prueba, conoce su
acción liberadora; por eso encontrará en Él la luz y recibirá refugio seguro e
inatacable.
Precisamente
al ser consciente de su fragilidad, se abre a la confidencia con Dios, acoge la
presencia de Él en su vida y espera con confianza la victoria definitiva
recorriendo los imprevisibles caminos de su amor.
«El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién he
de temer?».
Este es el
momento oportuno de volver a encender nuestra confianza en el amor del Padre,
que quiere la felicidad de sus hijos. Él está dispuesto a cargar con nuestras
preocupaciones (cf. 1P 5, 7) de modo que no nos repleguemos sobre nosotros
mismos, sino que seamos libres de compartir con los demás nuestra luz y nuestra
esperanza.
La
Palabra de vida, como escribe Chiara Lubich, nos guía por el camino que va de
las tinieblas a la luz, del yo al nosotros: «[...] Es una invitación a reavivar
la fe: Dios existe y me ama. [...] ¿Me encuentro con una persona? Debo creer
que a través de ella Dios tiene algo que decirme. ¿Me entrego a un trabajo? En
ese momento sigo teniendo fe en su amor. Llega un dolor: creo que Dios me ama. ¿Llega
una alegría? Dios me ama. Él está aquí conmigo, está siempre conmigo, lo sabe
todo de mí y comparte cada pensamiento mío, cada alegría, cada deseo, lleva
conmigo cada preocupación, cada prueba de mi vida. ¿Cómo reavivar esta certeza?
[...] Buscándolo en medio de nosotros. Él prometió estar allí donde dos o más
están unidos en su nombre (cf. Mt 18, 20). Así pues, encontrémonos en el amor
mutuo del Evangelio con todos los que viven la Palabra de Vida, compartamos
experiencias y comprobaremos los frutos de esta presencia suya: alegría, paz,
luz, valentía. Él permanecerá con cada uno de nosotros y seguiremos sintiéndolo
cerca y operante en nuestra vida de cada día».
LETIZIA MAGRI
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