«Gritó
el padre del muchacho: "¡Creo, ayuda a mi poca fe!"»
(Mc 9, 24)
(Mc 9, 24)
Jesús va camino de Jerusalén acompañado
de sus discípulos. Ya ha empezado a prepararlos para el momento decisivo: el
rechazo de las autoridades religiosas, la condena a muerte por parte de los
romanos y la crucifixión, a la que seguirá la resurrección.
Es un tema duro de entender para Pedro y
los demás que lo han seguido, pero el Evangelio de Marcos nos acompaña en este
descubrimiento progresivo de la misión de Jesús: llevar a cabo la salvación
definitiva de la humanidad mediante la fragilidad del sufrimiento.
Durante el recorrido, Jesús se cruza con
muchas personas y se muestra cercano a las necesidades de cada uno. Aquí lo
vemos acoger el grito de ayuda de un padre que le pide que cure a su hijo
pequeño, con graves dificultades, probablemente epiléptico.
Para que el milagro se realice, Jesús
también le pide una cosa a este padre: que tenga fe.
«Gritó
el padre del muchacho: "¡Creo, ayuda a mi poca fe!"».
La respuesta del padre, pronunciada en
voz alta ante la multitud reunida en torno a Jesús, es aparentemente
contradictoria. Este hombre, como con frecuencia nos ocurre también a nosotros,
experimenta la fragilidad de su fe, su incapacidad de volver a depositar su
plena confianza en el amor de Dios y en su proyecto de felicidad para cada uno
de sus hijos.
Por otra parte, Dios da confianza al ser
humano y no obra nada sin la aportación de este, sin su libre adhesión. Nos
pide nuestra parte, aunque sea pequeña: reconocer su voz en la conciencia,
fiarnos de Él y ponernos a amar también nosotros.
«Gritó
el padre del muchacho: "¡Creo, ayuda a mi poca fe!"».
Gran parte de la cultura en que estamos
inmersos exalta la agresividad en todas sus formas como un arma eficaz para alcanzar
el éxito.
El Evangelio nos presenta más bien una
paradoja: reconocer nuestra debilidad, límites y debilidades como punto de
partida para entrar en relación con Dios y participar con Él en la mayor de las
conquistas: la fraternidad universal.
Jesús nos enseña con toda su vida la
lógica del servicio, a elegir el último lugar: es la postura óptima para
transformar la aparente derrota en una victoria no egoísta y efímera, sino
compartida y duradera.
«Gritó
el padre del muchacho: "¡Creo, ayuda a mi poca fe!"».
La fe es un regalo que podemos y debemos
pedir con perseverancia para colaborar con Dios a abrir vías de esperanza para
muchos.
Chiara Lubich escribió: «Creer es
sentirse mirados y amados por Dios, es saber que cada oración nuestra, cada
palabra, cada paso, cada acontecimiento triste, gozoso o indiferente, cada
enfermedad, todo, todo, todo [...] es mirado por Dios. Y si Dios es Amor, confiar
completamente en Él no es más que su consecuencia lógica. Así, podemos tener
esa confianza que nos lleva a hablar con Él a menudo, a exponerle nuestras
cosas, propósitos y proyectos. Cada uno de nosotros puede abandonarse a su amor
con la seguridad de ser comprendido, consolado, ayudado. [...] Podemos pedirle:
"Señor, haz que permanezca siempre en tu amor. Haz que ni un solo instante
viva sin sentir, sin percibir, sin saber por la fe -o también por experiencia-
que me amas, que nos amas". Y luego, a amar. A fuerza de amar nuestra fe
se hará adamantina, muy sólida. No solo creeremos en el amor de Dios, sino que lo
sentiremos de manera tangible en nuestro ánimo y veremos "milagros" a
nuestro alrededor».
LETIZIA MAGRI
No hay comentarios:
Publicar un comentario