Era una
mañana soleada.
Las montañas
del Tirol se mostraban especialmente bonitas en aquel día de primavera.
La nieve ya
estaba casi toda derretida, pero los picos blancos centelleaban todavía bajo
los rayos del sol.
El Padre
Hans había terminado de celebrar su misa matutina y se preparaba para la
catequesis de los niños.
Seleccionaba
la materia, consultaba los libros y escogía algunas estampas para premiar a los
niños más aplicados, momento que más agradaba a todos ellos en la clase.
Encontró una linda estampa de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y la separó
para quien supiese responder a la pregunta más difícil.
En ese
momento entró el sacristán, diciendo apesadumbrado:
— Padre
Hans… Acaba de llegar la hija de la Sra. Binzer, con la noticia de que su madre
está muy mal, tal vez en sus últimos momentos, y le pide que le lleve el
Viático. Pero no puedo acompañarle porque hoy es el día libre del secretario de
la parroquia, y alguien tiene que cuidar de la iglesia.
— No te
preocupes, Rolf, ya he estado varias veces en la casa de la Sra. Binzer y
conozco todos los atajos.
Saliendo
ahora, conseguiré volver a tiempo al mediodía, si Dios quiere.
Sin demora,
el buen párroco tomó los Santos Óleos y la teca con el Santísimo, montó a
caballo y partió muy recogido. Iba adorando a Jesús Sacramento, que llevaba
pendiente de su cuello, envuelto en una bolsa de seda bordada con las iniciales
JHS: Jesús Hostia Santa.
¡El camino
era bellísimo! Las flores ya se habían abierto, el arroyo fluía suavemente,
haciendo cantar sus aguas cristalinas, y los árboles, de nuevo cubiertos con
hojas, daban al aire de la primavera un frescor muy agradable. Los pájaros
cantaban y las mariposas parecían bailar delante del caballo, convidando al
sacerdote a un paseo a través de los pinares perfumados.
El Padre
Hans observó un poco la belleza del paisaje, glorificando a Dios por esos dones
dados al hombre, pero concentraba toda su atención en el Creador de esas
maravillas, que llevaba apretado contra su pecho.
Así
recogido, continuaba su camino en actitud de adoración. Apenas pensó:
— Hace
tiempo que no disfruto del aire fresco de ese bosque. A la vuelta voy a
aprovechar un poco, y creo que no me retrasaré en mi regreso…
Llegando a
casa de la Sra. Binzer, encontró a la enferma muy mal.
Se trataba
de una piadosa campesina, que siempre participaba en las actividades
parroquiales, pero la edad y la enfermedad le habían consumido todas las
fuerzas, y ahora preparaba su alma para presentarse ante Dios. Toda la familia
estaba reunida alrededor de su cama. Algunos lloraban, y una de las hijas
dirigía el rezo de los Misterios Dolorosos del Rosario.
El Padre
Hans le administró la Unción de los Enfermos que recibió con plena conciencia y
piedad. Pero al darle la Comunión, notó que por un error, había tomado dos
partículas.
No era
habitual en aquel tiempo consumir dos hostias al mismo tiempo, y además la
pobre señora casi no las podría tragar. Eso contrarió un poco al sacerdote,
pues tendría que devolver de nuevo a la iglesia el Santísimo Sacramento, por lo
que debería regresar recogido, en oración, sin poder disfrutar de la primavera
en el bosque.
Después de
decir a la familia unas palabras de consuelo y esperanza, montó en su
cabalgadura y se volvió rezando.
Mientras se
acercaba al bosque, salió corriendo a su encuentro un joven leñador, gritando
de lejos:
— ¡Un
sacerdote! ¡Un sacerdote!
Llegando
junto al caballo el muchacho le dijo:
— Señor
Vicario, mi compañero de trabajo ha sufrido un accidente. Un árbol cayó sobre
él. Se está muriendo y lo único que consigue hacer es pedir un sacerdote.
¡Venga
pronto señor Vicario!
El Padre
Hans comprendió entonces la razón de haber tomado dos partículas sin darse
cuenta. ¡No fue un error! Fue la Divina Providencia que quería venir en ayuda
de aquella alma en el momento supremo. El pobre muchacho se confesó con mucho
esfuerzo, y recibió su última Comunión.
El sacerdote
le preguntó, amablemente, si había hecho algo para merecer una gracia tan
grande. El leñador respondió con la voz entrecortada:
— Oh, Padre…
cada vez que pasaba un sacerdote llevando el Viático a alguien, rezaba un Ave María
rogando a la Santísima Virgen la gracia de no morir sin confesarme y recibir la
Sagrada Eucaristía en el último momento de mi vida. Y Ella, como madre que
nunca deja de cumplir cualquier petición de sus hijos, me ha dado tal gracia.
Que a usted también le ayude cuando llegue su hora.
Luego hizo
una profunda inspiración y entregó su alma a Dios.
A la mañana
siguiente el Padre Hans contó lo sucedido a los niños del catecismo, para
enseñarles cual es el poder de un Ave María.
Y premió con
una estampa de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro a quién supo recitar de
memoria esta hermosa parte de la oración de San Bernardo: “Acordaos oh
piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han
acudido bajo vuestra protección, implorado vuestra asistencia y reclamado
vuestro socorro, haya sido abandonado de Vos”…
FUENTE:
CATHOLIC NET
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