Catequesis
- “Curar el mundo”: 4. El destino universal de los bienes y la virtud de la
esperanza
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Ante de la pandemia y sus consecuencias sociales, muchos corren el
riesgo de perder la esperanza. En este
tiempo de incertidumbre y de angustia, invito a todos a acoger el don de la
esperanza que viene de Cristo. Él nos ayuda a navegar en las aguas turbulentas
de la enfermedad, de la muerte y de la injusticia, que no tienen la última
palabra sobre nuestro destino final.
La pandemia ha puesto de relieve y agravado problemas sociales,
sobre todo la desigualdad. Algunos pueden trabajar desde casa, mientras que
para muchos otros esto es imposible. Ciertos niños, a pesar de las
dificultades, pueden seguir recibiendo una educación escolar, mientras que para
muchísimos otros esta se ha interrumpido bruscamente. Algunas naciones
poderosas pueden emitir moneda para afrontar la emergencia, mientras que para
otras esto significaría hipotecar el futuro.
Estos síntomas de desigualdad revelan una enfermedad social; es un
virus que viene de una economía enferma. Tenemos que decirlo sencillamente: la
economía está enferma. Se ha enfermado. Es el fruto de un crecimiento económico
injusto —esta es la enfermedad: el fruto de un crecimiento económico injusto—
que prescinde de los valores humanos fundamentales. En el mundo de hoy, unos
pocos muy ricos poseen más que todo el resto de la humanidad. Repito esto
porque nos hará pensar: pocos muy ricos, un grupito, poseen más que todo el
resto de la humanidad. Esto es estadística pura. ¡Es una injusticia que clama
al cielo! Al mismo tiempo, este modelo económico es indiferente a los daños
infligidos a la casa común. No cuida de la casa común. Estamos cerca de superar
muchos de los límites de nuestro maravilloso planeta, con consecuencias graves
e irreversibles: de la pérdida de biodiversidad y del cambio climático hasta el
aumento del nivel de los mares y a la destrucción de los bosques tropicales. La desigualdad social y el degrado
ambiental van de la mano y tienen la misma raíz (cfr. Enc. Laudato si’, 101): la del pecado de querer poseer, de querer dominar a los hermanos y las
hermanas, de querer poseer y dominar la naturaleza y al mismo Dios. Pero este
no es el diseño de la creación.
«Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la
administración común de la humanidad para que tuviera cuidado de ellos» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2402).
Dios nos ha pedido dominar la tierra en su nombre (cfr. Gen 1,
28), cultivándola y cuidándola como un jardín, el jardín de todos (cfr. Gen 2,15).
«Mientras “labrar” significa cultivar, arar o trabajar [...], “cuidar”
significa proteger, custodiar, preservar» (LS, 67). Pero cuidado con no interpretar
esto como carta blanca para hacer de la tierra lo que uno quiere. No. Existe
«una relación de reciprocidad responsable» (ibid.) entre nosotros y la naturaleza. Una
relación de reciprocidad responsable entre nosotros y la naturaleza. Recibimos
de la creación y damos a nuestra vez. «Cada
comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su
supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla» (ibid.). Ambas partes.
De hecho, la tierra «nos
precede y nos ha sido dada» (ibid.), ha sido dada por Dios «a toda la
humanidad» (CIC, 2402). Y por tanto es nuestro deber
hacer que sus frutos lleguen a todos, no solo a algunos. Y este es un
elemento-clave de nuestra relación con los bienes terrenos. Como recordaban los
padres del Concilio Vaticano II «el hombre, al
usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como
exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le
aprovechen a él solamente, sino también a los demás» (Const. past. Gaudium et spes, 69). De hecho, «la
propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para
hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros» (CIC, 2404). Nosotros somos administradores
de los bienes, no dueños. Administradores. “Sí, pero el bien es mío”. Es
verdad, es tuyo, pero para administrarlo, no para tenerlo egoístamente para ti.
Para asegurar que lo que poseemos lleve valor a la comunidad,
«la autoridad política tiene el derecho y el deber de regular
en función del bien común el ejercicio legítimo del derecho de propiedad» (ibid., 2406). La «subordinación de la
propiedad privada al destino universal de los bienes [...] es
una “regla de oro” del comportamiento social y el primer principio de todo el
ordenamiento ético-social» (LS, 93).
Las propiedades, el dinero son instrumentos que pueden servir a la
misión. Pero los transformamos fácilmente en fines, individuales o colectivos.
Y cuando esto sucede, se socavan los valores humanos esenciales. El homo
sapiens se deforma y se convierte en una especie de homo
œconomicus —en un sentido peor— individualista, calculador y
dominador. Nos olvidamos de que, siendo creados a imagen y semejanza de Dios,
somos seres sociales, creativos y solidarios, con una inmensa capacidad de
amar. Nos olvidamos a menudo de esto. De hecho, somos los seres más
cooperativos entre todas las especies, y florecemos en comunidad, como se ve
bien en la experiencia de los santos. Hay un dicho español que me ha inspirado
esta frase, y dice así: florecemos en racimo como los santos. Florecemos en
comunidad como se ve en la experiencia de los santos.
Cuando la obsesión por poseer y dominar excluye a millones de
personas de los bienes primarios; cuando la desigualdad económica y tecnológica
es tal que lacera el tejido social; y cuando la dependencia de un progreso
material ilimitado amenaza la casa común, entonces no podemos quedarnos
mirando. No, esto es desolador. ¡No podemos quedarnos mirando! Con la mirada
fija en Jesús (cfr. Heb 12, 2) y con la certeza de que su amor
obra mediante la comunidad de sus discípulos, debemos actuar todos juntos, en
la esperanza de generar algo diferente y mejor. La esperanza cristiana,
enraizada en Dios, es nuestra ancla. Ella sostiene la voluntad de compartir,
reforzando nuestra misión como discípulos de Cristo, que ha compartido todo con
nosotros.
Y esto lo entendieron las primeras comunidades cristianas, que
como nosotros vivieron tiempos difíciles. Conscientes de formar un solo corazón
y una sola alma, ponían todos sus bienes en común, testimoniando la gracia
abundante de Cristo sobre ellos (cfr. Hch 4, 32-35). Nosotros
estamos viviendo una crisis. La pandemia nos ha puesto a todos en crisis. Pero
recordad: de una crisis no se puede salir iguales, o salimos mejores, o salimos
peores. Esta es nuestra opción. Después de la crisis, ¿seguiremos con este
sistema económico de injusticia social y de desprecio por el cuidado del
ambiente, de la creación, de la casa común? Pensémoslo. Que las comunidades
cristianas del siglo XXI puedan recuperar esta realidad —el cuidado de la
creación y la justicia social: van juntas—, dando así testimonio de la Resurrección
del Señor. Si cuidamos los bienes que el Creador nos dona, si ponemos en común
lo que poseemos de forma que a nadie le falte, entonces realmente podremos
inspirar esperanza para regenerar un mundo más sano y más justo.
Y para finalizar, pensemos en los niños. Leed las estadísticas:
cuántos niños, hoy, mueren de hambre por una no buena distribución de las
riquezas, por un sistema económico como he dicho antes; y cuántos niños, hoy,
no tienen derecho a la escuela, por el mismo motivo. Que esta imagen, de los
niños necesitados por hambre y por falta de educación, nos ayude a entender que
después de esta crisis debemos salir mejores. Gracias.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. En estos
momentos de pandemia que aflige al mundo entero, los animo a acoger el don de
la esperanza que viene de Dios. Cristo, Señor de la Historia, nos ayuda a
navegar por las tumultuosas aguas que nos toca atravesar, de la enfermedad, de
la muerte, de la injusticia, y a navegar siempre con la mirada fija en Él. Que
Dios los bendiga.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
La pandemia actual ha puesto de relieve y ha agravado algunos
problemas ya existentes, especialmente la brecha entre las clases sociales.
Esto hace que muchas personas corran el peligro de perder la esperanza. La
desigualdad que se vive revela una enfermedad social; un virus que proviene de
una economía enferma; fruto de un crecimiento económico que ignora los valores
humanos fundamentales. El modelo económico se muestra indiferente ante el daño
infligido a la Casa común; es el pecado de querer poseer y dominar a los demás,
a la naturaleza e incluso al mismo Dios.
Sin embargo, debemos recordar que Dios nos dio la tierra “a todos”
para que la cuidáramos y la cultiváramos. Nosotros somos administradores de lo
que el Señor nos ha otorgado y estamos llamados a asegurar que sus frutos
lleguen a todos, no sólo a unos pocos. Sin embargo, observamos que el homo
sapiens, llamado a ser solidario, se deforma y se convierte en una especie
de homo œconomicus, que busca su propio interés de forma
individualista.
Con la mirada fija en Jesús, y unidos como comunidad, necesitamos
actuar todos juntos, con la esperanza de generar algo diferente y mejor. La
esperanza cristiana, arraigada en Dios, es nuestra ancla. Así lo entendieron y
practicaron las primeras comunidades cristianas que, viviendo también tiempos
difíciles, se sostenían recíprocamente y ponían todo en común.
AUDIENCIA
GENERAL PAPA FRANCISCO
Biblioteca del Palacio Apostólico.
Miércoles, 26 de agosto de 2020
FUENTE: VATICAN_VA
CATEQUESIS DEL PAPA FRANCISCO SOBRE “CURAR EL MUNDO”:
CATEQUESIS DEL PAPA FRANCISCO “CURAR EL MUNDO”: 1. INTRODUCCION.
CATEQUESIS DEL PAPA FRANCISCO “CURAR EL MUNDO”: 2. FE Y DIGNIDAD HUMANA.
CATEQUESIS DEL PAPA FRANCISCO “CURAR EL MUNDO”: 5. LA SOLIDARIDAD Y LA VIRTUD DE LA FE.
CATEQUESIS DEL PAPA FRANCISCO “CURAR EL MUNDO”: 6 AMOR Y BIEN COMÚN.
CATEQUESIS DEL PAPA FRANCISCO “CURAR EL MUNDO”: 7 CUIDADO DE LA CASA COMÚN Y ACTITUD CONTEMPLATIVA.
CATEQUESIS DEL PAPA FRANCISCO “CURAR EL MUNDO”: 8. SUBSIDIARIEDAD Y VIRTUD DE LA ESPERANZA.
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