Tíjola, 23 de febrero de 1904 – Tahal, 13 de
septiembre de 1936
Alumbrado en una humilde familia campesina,
gracias a la profunda fe de sus padres cursó sus estudios meritoriamente en el
Seminario Conciliar de san Indalecio. Allí mismo fue ordenado presbítero el dos
de junio de 1928. Apenas un año ejerció de coadjutor de Tabernas, siendo Cura
Ecónomo de Castro de Filabres durante tres años y Cura Encargado de Alcudia y
Benitorafe hasta 1933. Ese año tomó posesión de la Parroquia de Tahal y, tres
años después, fue nombrado Arcipreste.
Aunque su ministerio resultó breve en el
tiempo, tan sólo ocho años, fue un presbítero verdaderamente excelente. Hombre
de simpático trato, sabía dotar a su apostolado de dinamismo e iniciativa.
Apasionado de la música religiosa, incluso compuso algunas piezas e inculcó la
cultura musical entre sus feligreses. Profundamente enamorado de la Sagrada
Eucaristía y de la Santísima Virgen, destacaba su oratoria y exquisitez en el
confesionario. Austero en sus costumbres, era sensible a las necesidades del
prójimo.
El Siervo de Dios fue apresado junto a su
padre por treinta milicianos el veintiséis de julio de 1936. La brutalidad
acometida hizo perder el sentido a su madre, por lo que permitieron que
residiera bajo vigilancia en la casa familiar de Tíjola. Reclamado después por
los milicianos de Tahal, fue salvajemente arrastrado a Tahal donde lo
torturaron por diez días. Trataron de embriagarlo para que confesara crímenes
inventados, forzándolo a beber anís en un vaso sagrado robado. En estas
angustiosas jornadas hizo llegar unas trágicas letras a su madre.
Trasladado penosamente a Almería el diez de
septiembre, tres días después fue conducido con el Siervo de Dios don José
Álvarez Benavides de la Torre y sus compañeros al martirio. Al advertir que se
dirigían a los pozos para ser fusilados, quiso avisar a sus compañeros. Para
evitarlo, ataron una cuerda a su cuello y lo ahorcaron en el mismo camión. Su
cuerpo, arrastrado hasta el pozo, fue arrojado antes de iniciarse los
fusilamientos. El joven presbítero sólo tenía treinta y dos años.
Su sobrino, el canónigo don Juan Torrecillas,
dice de su venerable tío: «Tiene fama de mártir entre los feligreses donde
estuvo de sacerdote y que aún viven. Yo creo que es mártir de la fe.
Personalmente le admiro y he sentido su ayuda en algunas cosas de mi vida
sacerdotal.»
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