Málaga, 9 de septiembre de 1865 –
Tahal, 13 de septiembre de 1936
Aunque nació en Málaga, en la casa de los
condes de Torres Marín, su familia se trasladó a Almería y en 1878 ingresó en
el Seminario Conciliar de san Indalecio. Alumno brillante, compaginó la
docencia a los seminaristas con el ministerio pastoral. Ordenado diácono por el
beato don Marcelo Spínola en 1887, recibió el presbiterado el veinticinco de
febrero de 1878 de manos del obispo don Santos Zárate. Coadjutor de Fines y del
Sagrario de Almería, fue también capellán del Real Convento de las Puras de la
ciudad.
Los sucesivos Prelados le confiaron las más
diversas responsabilidades tanto en la Curia como en otras misiones fuera de la
Diócesis. Rara fue la iniciativa cultural, religiosa o caritativa donde no
interviniera el Siervo de Dios. Canónigo Archivero de la S. y A. I. Catedral de
la Encarnación de Almería desde 1893, realizó una ingente labor archivística y
periodística para ordenar y difundir el patrimonio documental catedralicio.
Todavía hoy, los historiadores siguen bebiendo del fecundo trabajo del Siervo
de Dios.
Deán de la Catedral desde 1927, todos los
días celebraba puntualmente la Santa Misa en el altar de la Purísima. Un
testigo ocular refiere: «El Siervo de Dios era un sacerdote de gran
personalidad. Vivía en un ambiente de austeridad y ejemplaridad. Resplandecían
sus virtudes sacerdotales. Tenía un sólido prestigio en la ciudad, dentro del
clero diocesano y ante la población seglar.»
Con la burda acusación de que escondía
supuestos tesoros y armas en la Catedral, fue detenido y arrastrado al mismo
templo el veintitrés de agosto de 1936. Prisionero en las Adoratrices primero y
luego en el barco Astoy – Mendi, el trece de septiembre fue trasladado al Pozo
de Cantavieja junto con nueve presbíteros, dos hermanos de la Salle y nueve
seglares. Así contó su martirio un testigo: «Aquí “La Alsina” llegaba hasta
unos 20 pasos de la boca del mismo y los presos eran sacados por los milicianos
uno a uno, y éstos los entregaban a los ejecutores, quienes los colocaban al
borde del mismo, haciéndoles un disparo en la cabeza o en el pecho y
arrojándolos al fondo, tras empujarles con un bieldo. Los presos morían
dignamente y daban el grito de ¡Viva Cristo Rey! Las demás víctimas
presenciaban la muerte de los que eran primeramente asesinados. Al caer al Pozo
algunas de ellas tenían aún vida y lanzaban quejidos desde el fondo y entonces
desde la boca del mismo le hacían varios disparos rematándolos. Al terminar las
ejecuciones echaban varias espuertas de cal viva, tierra y piedras.»
A sus setenta y un años, el Siervo de Dios
don Manuel Álvarez – Benavides de la Torre entregó su vida por Cristo y, por su
condición de Deán de la Catedral, lidera a los mártires almerienses.
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