«Porque el amor de Cristo nos apremia» (2 Co 14).
«Ayer fui a cenar fuera con mi madre y una amiga suya. Pedí como
guarnición un plato de guisantes, que decidí dejarme para comerme el postre,
que me apetecía más. Pero mamá dijo que no. Estaba a punto de ponerme de
morros, pero recordé que Jesús estaba justo al lado de mamá, así que me puse a
sonreír». «Hoy he vuelto a casa cansado y, mientras veía la tele, mi hermano me
ha quitado el mando de las manos. Me he enfadado mucho, pero luego me he
calmado y le he dejado ver la tele». «Hoy mi padre me ha dicho una cosa y yo le
he respondido mal. Le he mirado y he visto que no estaba contento. Entonces le
he pedido perdón y él me ha perdonado».
Son experiencias de la Palabra de vida contadas por niños de 5° de
Primaria de un colegio de Roma. Puede que no haya una relación directa entre
esas experiencias y la Palabra que vivían en ese momento, pero este es
precisamente el fruto de vivir el Evangelio: que incita a amar.
Independientemente de la Palabra que nos propongamos vivir, los efectos son
siempre los mismos: nos cambia la vida, nos pone en el corazón el acicate a
estar atentos a las necesidades del otro, hace que nos pongamos al servicio de
los hermanos y las hermanas. No puede ser de otro modo: acoger y vivir la
Palabra hace que nazca en nosotros Jesús y nos lleva a actuar como Él. Es lo
que deja entender Pablo cuando escribe a los corintios.
Lo que apremiaba al apóstol a anunciar el Evangelio y a trabajar por la
unidad de sus comunidades era la profunda experiencia que había hecho con
Jesús. Se había sentido amado y salvado por Él; había penetrado tanto en su
vida, que nada ni nadie podría separarlo nunca de Él; ya no vivía Pablo, porque
Jesús vivía en él. Pensar que el Señor lo había amado hasta dar la vida lo
volvía loco, no lo dejaba tranquilo, y lo incitaba con una fuerza irresistible
a hacer lo mismo con el mismo amor.
De la red |
¿Nos apremia también a nosotros el amor de Cristo con la misma
vehemencia?
Si de verdad hemos experimentado su amor, no podemos no amar a nuestra
vez y entrar con valentía donde hay división, conflicto u odio para llevar
concordia, paz y unidad. El amor nos permite proyectar el corazón por encima
del obstáculo para ponernos en contacto directo con las personas, comprenderlas,
compartir con ellas y buscar juntos la solución. No se trata de algo optativo.
La unidad hay que perseguirla a toda costa, sin dejarnos frenar por una falsa
prudencia, por dificultades o posibles enfrentamientos.
Esto se demuestra especialmente urgente en el campo ecuménico. Esta
Palabra ha sido elegida en este mes en que se celebra la «Semana de oración por
la unidad de los cristianos» de distintas Iglesias y comunidades, para que nos
sintamos todos estimulados por el amor de Cristo a ir los unos hacia los otros
y así recomponer la unidad.
Afirmaba Chiara Lubich el 23 de junio de 1997 en la apertura de la II
Asamblea Ecuménica Europea en Graz (Austria): «Será un auténtico cristiano de
la reconciliación solo quien sepa amar a los demás con la misma caridad de
Dios, esa caridad que nos hace ver a Cristo en cada uno, que está destinada a
todos -Jesús murió por todo el género humano-, que toma siempre la iniciativa,
que es el primero en amar; esa caridad que lleva a amar a todos como a uno
mismo, que nos hace uno con los hermanos y las hermanas en los dolores y en las
alegrías. Y también las Iglesias deberían amar con este amor».
La imagen es de Fano |
Vivamos también nosotros la radicalidad del amor con la sencillez y la
seriedad de los niños de ese colegio de Roma.
FABIO CIARDI
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