Hijo de una familia de honrados comerciantes, sus padres lo llevaron
a bautizar a la Iglesia Parroquial de Santiago Apóstol de su pueblo natal.
Amante y cariñoso con sus padres, siempre tuvo un carácter alegre y pacífico. Buen
estudiante, pronto comenzó a trabajar como escribiente.
Para vivir su testimonio cristiano ingresó en la juventud de Acción
Católica. Un amigo de aquella época recordaba: «Como hecho significativo de su
vida, digno de destacar, quiero decir que en varias ocasiones él me confesó que
le agradaría, y le pedía al Señor, morir mártir de la religión. Y dos o tres
días antes de que lo mataran, cuanto ya habían comenzado a fusilar a algunas
personas, me volvió a repetir que deseaba que Dios le concediera el deseo.»
Al mes de estallar la Persecución Religiosa, el veinte de mayo de
1936, se encontraba en la plaza de su pueblo con el Siervo de Dios don Enrique
Rodríguez Tortosa. Los milicianos hicieron acto de presencia y querían
obligarlos a blasfemar. Ante las amenazas de asesinarlos sí se negaban,
contestó el Siervo de Dios: «Nada malo me ha hecho el Señor, pues debo darle
gracias por tanto bueno como me concede. Por nada puedo ofender al Señor y
menos aún blasfemar contra él.»
A sus veintitrés años, lo obligaron a subir a una camioneta y los
arrojaron en la cuesta de la rambla de Gérgal. «Dicen que durante el viaje les
hablaba a los milicianos, manifestándoles su perdón ante la muerte que sabía
próxima. Alguno de los milicianos lo contó después. Murió gritando: “¡Viva
Cristo Rey¡”.»
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