El siervo de Dios don Alfredo Almunia López – Teruel, al
bautizarlo seis días después de su nacimiento, profetizó: « Sí este niño vive,
será sacerdote, porque al echarle el agua he visto que derramaba el agua sobre
una tonsura. » Su familia, que instaló una sombrerería en Garrucha, lo educó
piadosamente. Su hermano don Manuel cuenta que: « Cuando tenía tres años y
presenciando un viernes santo los actos religiosos de ese día se puso a llorar
pidiendo un pañuelo para limpiar a Jesús la sangre que manaba de sus heridas.
Fue creciendo y cuando mis padres notaban su ausencia el único lugar donde era
seguro encontrarlo, era en la iglesia en estado contemplativo. »
A los trece
años, en 1914, marchó al Seminario de Almería. Fue ordenado presbítero el seis
de junio de 1925 en el templo del Sagrado Corazón de Almería. En la siguiente
fiesta de la Virgen del Carmen, celebró su primera Misa en la Iglesia
Parroquial de san Joaquín de Garrucha. Ese mismo año, para cumplir el servicio
militar obligatorio, fue nombrado Capellán Castrense y enviado a las guerras de
Marruecos. Seis años después, en 1931, fue nombrado Cura de Polopos y a los
cuatro años, en 1935, Cura Ecónomo de Líjar.
La
Persecución Religiosa lo sorprendió veraneando en Garrucha y, al instante, fue
detenido. Aunque fue liberado, volvieron a detenerle el ocho de agosto de 1936
y sufrió un prolongado cautiverio. Su familia gestionó, más el Gobernador
indicó a los milicianos: « Haced con él lo que queráis, es cura. » Su primo,
don Francisco Ruiz, narra que: « Cuando fue obligado a realizar los trabajos
forzados en las calles de su mismo pueblo, jamás renegó de su fe, jamás tuvo
una mala contestación a los que se reían de él, o le maltrataban y torturaban
con un látigo para animarle a trabajar y provocar la risa de los espectadores.
»
En la
madrugada del cuatro de octubre, junto a trece prisioneros, fue amarrado y
llevado a la carretera de Garrucha a Vera. Arrodillado y tras bendecir a sus
verdugos recibió los disparos. Al errar los tiros, con una navaja le arrancaron
la piel donde solía llevar la tonsura clerical. Tuvo tiempo de pedir a sus
asesinos: « Que no sepa mi madre que me habéis matado. » Con una gran piedra
aplastaron su cráneo para darle muerte.
A sus
treinta y cuatro años recibió la corona de los Mártires. El presbítero don Andrés
Rodríguez Quesada, descendiente del siervo de Dios, confiesa que: « Su
impresionante testimonio, a pesar de su juventud, ha constituido un precioso
estímulo para ayudarme a mantener fresco el entu siasmo de la vocación
sacerdotal. »
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