«¡Reconciliaos con Dios!» (2 Co 5, 20).
En muchos lugares del planeta hay guerras
sangrientas que parecen interminables y que afectan a familias, tribus y
pueblos. Gloria, de 20 años, cuenta: «Nos enteramos de que habían quemado un
pueblo y muchas personas se habían quedado sin nada. Junto con mis amigos,
organicé una recogida de cosas: colchones, ropa, alimentos; fuimos allá, y tras
8 horas de viaje encontramos a la gente destrozada. Escuchamos sus relatos, les
secamos las lágrimas, los abrazamos, los consolamos… Una familia nos confió:
«Nuestra niña estaba en la casa que nos quemaron y nos parecía haber muerto con
ella. Ahora encontramos en vuestro amor la fuerza de perdonar a los hombres que
lo han provocado».
También el apóstol Pablo vivió su propia
experiencia: precisamente él, el perseguidor de los cristianos (cf. Hch 22,
4ss.), se encontró en su camino, de un modo completamente inesperado, con el
amor gratuito de Dios, quien luego lo envió como embajador de reconciliación en
su nombre (cf. 2 Co, 5, 20).
Así se convirtió en testigo apasionado y
creíble del misterio de Jesús muerto y resucitado, que ha reconciliado al mundo
consigo para que todos puedan conocer y experimentar la vida de comunión con Él
y con los hermanos (cf. Ef 2, 13ss.). Y, a través de Pablo, el mensaje
evangélico llegó y fascinó incluso a los paganos, considerados los más alejados
de la salvación: ¡reconciliaos con Dios!
También nosotros, a pesar de errores que
nos desaniman o de falsas certezas que nos convencen de que no la necesitamos,
podemos dejar que la misericordia de Dios –¡un amor exagerado!– nos cure el
corazón y nos haga por fin libres de compartir este tesoro con los demás. Así
contribuiremos al proyecto de paz que Dios tiene sobre toda la humanidad y
sobre la creación entera, y que supera las contradicciones de la historia, como
sugiere Chiara Lubich en un escrito suyo:
«[…] En la cruz, en la muerte de su Hijo,
Dios nos dio la prueba suprema de su amor. Por medio de la cruz de Cristo, Él nos
ha reconciliado con Él. Esta verdad fundamental de nuestra fe conserva hoy toda
su actualidad. Es la revelación que toda la humanidad espera: sí, Dios está
cerca con su amor a todos y ama apasionadamente a cada uno. Nuestro mundo
necesita este anuncio, pero lo podemos hacer si antes lo anunciamos una y otra
vez a nosotros mismos, para así sentirnos envueltos por este amor incluso
cuando todo nos llevaría a pensar lo contrario […] Todo nuestro comportamiento
debería hacer creíble esta verdad que anunciamos. Jesús dijo claramente que
antes de llevar la ofrenda ante el altar deberíamos reconciliarnos con una
hermana o hermano nuestro si tienen algo contra nosotros (cf. Mt 5, 23-24) […]
Amémonos como Él nos amó, sin cerrazón ni prejuicios, sino abiertos a acoger y
apreciar los valores positivos de nuestro prójimo, dispuestos a dar la vida
unos por otros. Este es el mandato por excelencia de Jesús, el distintivo de
los cristianos, tan válido hoy como en los tiempos de los primeros seguidores
de Cristo. Vivir esta palabra significa convertirnos en reconciliadores».
Viviendo así, enriqueceremos nuestros
días con gestos de amistad y reconciliación en nuestra familia y entre las
familias, en nuestra Iglesia y entre las Iglesias, en cualquier comunidad civil
o religiosa a la que pertenezcamos.
LETIZIA
MAGRI
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